viernes, agosto 11, 2006

Cuento

A esta mujer la asesinaron una tarde

con besos y alegría junto al mar,

le tocaron las manos

y fue como tocarle el corazón

con una uña.

-. René del Risco Bermúdez

Temo decirte las cosas que me están sucediendo desde que invente mi partida y quedé nadando en esos agujeros que también inventé, para poder colarme por entre tus entrañas de mujer hecha mujer, hecha y sobre todo liberada; porque las salidas son siempre difíciles y tornamos lastimoso el paso de los recuerdos tras cada taza de café o de cerveza o de intentos fallidos de hacer un amor que al fin y al cabo no es más que sexo maquinal y lastimero.

Y decías quererme, que no vivirías sin mí, que seamos muerte colectiva; y no entendíamos que el tiempo había arrebatado la vida de nuestras cosas, que las caricias habían volado hacia otros cuerpos rozados en los supermercados, en las escuelas, en cada caminata por el parque parta tonificar los muslos; yo tampoco entendía por qué debía de quedarme en la distancia, en los recuerdos que también eran tuyos y de tus amigas y de mis amigos, y de todos. Pero nos la jugamos difícil en este terreno de maromas para poder continuar con lo que no había.

-Prefiero perderte!!

El teléfono comenzaba a sonar; estabas tan distraída acostada entre mis piernas, jugando con tus sueños, desorbitada hacia otras reminiscencias de lo que habíamos sido, de lo que nos faltaba; había de pensar en la próxima muerte. En la radio comenzaba a escucharse una canción antigua y en desuso, tan manida por los otros que éramos nosotros, una canción tan fría y nostálgica que podía cortarse entre los espacios de nuestros cuerpos tumbados en la soledad en que estábamos cada uno. Te moví con el pie, para hacerte recordar que debía de terminar algunas cosas, que ya era hora, que la partida era lo que quedaba. Dejaste de emitir tus coces de mujer herida y trágica, te levantabas junto a un silencio de sepulcro intentado herirme con la ausencia temprana de tus carnes. Me dejaste sin tus besos para probar suerte con la necesidad que habías pretendido sembrar en mi cuerpo. Te levantaste sin mediar con el toro que estaba obligado a dormitar en tu tibia venganza.

Había despertado sólo y tenía un paño blanco por memoria; era franca la certeza de que había envejecido de golpe, como si esa fuera la última vez que lidiaba con el sueño; ya eran las 4:23 y la madrugada comenzaba a espesarse para desparecer como una bachata arguadientosa donde no había letra alguna que recordara la memoria. Tenía que dejarte en algún rincón de tu casa, bañarte y disfrazarte de maquillaje, porque te gustaba abrir los ojos y saberte preparada y bella.

No sé que tiempo me llevó arrastrarte hasta la habitación, no sé que tiempo habrá transcurrido después de haber tomado esta muerte prematura… solo sentía el tiempo esperándome en el lecho, y esa voz dulce y tenue que me embargaba de sueño y que se enredaba a mi cuerpo.



Carlos J. Núñez M.

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